viernes, 28 de agosto de 2009

Distrito 34 (I)

Este es nuestro campo de batalla: el distrito 34.



Este es el mapa oficial en PDF


Es curioso que las campañas electorales compartan algunas de las características de un conflicto, de una guerra. Para empezar, la designación de los principales movimientos, campañas, no es mera casualidad. Una campaña electoral no es nada más que una guerra cívica en la que ambas partes han decidido jugar dentro de un marco ético y jurídico preestablecido. Hay cosas dentro de él que no se pueden hacer. Bueno, que no se pueden hacer hasta que alguien las hace (Bush vs. Gore 2000).


Así, una campaña está limitada por normas jurídicas y otras éticas: lo que no se puede hacer (está prohibido) y lo que no se debe hacer (está mal visto). En una guerra esa limitación es más tenue y es discutible si existe o no (aunque alguien podría argumentar que, recién cumplidos 60 años de las convenciones de Ginebra sobre derecho de guerra, dicha polémica está ahora en alza: Iraq, Afganistán, el rescate de Ingrid Betancourt por parte del ejército colombiano empleando distintivos de la Cruz Roja).


Sobre el particular, vean este artículo reciente.


En las campañas hay ciertas cosas que no puedes hacer legalmente: no puedes, por ejemplo, gastar más de 120,000 dólares en una elección para concejal de un distrito de NY (hay un límite en la cantidad de dinero que se puede derrochar en una elección); no puedes utilizar o aceptar voluntarios que vengan en nombre de asociaciones sin ánimo de lucro que hayan recibido dinero del Consejo Municipal o de la Oficina del Alcalde (porque si eres el incumbent, el que actualmente está en el puesto, partes con ventaja pues probablemente tengas muy buenas conexiones con la dirección de esas organizaciones – unions (sindicatos), lobbies, asociaciones de vecinos, etc.).


Y hay otras cosas que moralmente no deberías hacer: una campaña negativa, insultar, crispar de manera gratuita… Pero nadie te puede llevar a juicio por ello (a no ser que cometas excesos).


Un apunte: algunos estados han adoptado leyes conocidas como “tell-a-lie, lose-your-job statutes,” que tratan de eliminar las campañas deshonestas. Una ley de California de 1984, por ejemplo, puede expulsar a un político de su escaño/cargo si un jurado considera que ataques injustos y calumniosos fueron “la causa mayor de su victoria.” Desafortunadamente, como muy bien habrán visto los licenciados en derecho, es extremadamente difícil probar que una distorsión de la realidad, una calumnia o una mentira fueron las razones del éxito electoral del acusado.


Sin embargo muchas veces tenemos la impresión de que si no entramos en ese juego, saldremos perjudicados, el resultado final será adverso y se nos quedará cara de tonto. Como decía un viejo profesor, “nice guys finish last.” Dura esta frase. Si aceptas consideraciones éticas a la hora de decidir qué tienes que hacer para ganar, tienes muchas posibilidades de acabar perdiendo. George Kennan, diplomático estadounidense, decía que the conduct of nations is not fit for moral considerations. Y la política doméstica tiene mucho de internacional. Pero esto nos lleva a otras disquisiciones más profundas dignas de otra entrada.


En unas elecciones pues un entramado de reglas constriñe nuestras opciones.


A priori en una guerra cada bando puede hacer lo que quiera. No hay límites. Como dijo el coronel Sherman antes de quemar Atlanta en la Guerra de Secesión Americana, “war is hell.” No hay opciones. You do what you have to do. Haces lo que tienes que hacer. Y fallar al hacerlo implica ser derrotado. No hay por tanto (no debe haber) límites a la acción.


¿O sí? La obligatoriedad de proteger a la población civil, los derechos de los prisioneros de guerra (POW), la doctrina del doble efecto y la doble intención (más adelante ya comentaré ambas) son ejemplos clásicos de cómo incluso en una guerra hay ciertas actos que no realizamos, que nos repugnan. Michael Walzer, un filósofo americano padrino de Doyle, dice que “wars are social constructions” y como construcciones sociales, las guerras tienen un perímetro definido de acción. Este es un tema largo y apasionante.


Perdonad esta pequeña digresión. No quiero distraeros de la dirección actual.


Ergo aunque parezca obvio, la principal diferencia entre un conflicto y una campaña política es que en aquél no existen los límites que sí aparecen en ésta.


Pero, a pesar de esa diferencia, hay dos características extraordinariamente importantes que comparten guerras y contiendas electorales, que marcan estructuralmente el desarrollo de ambas.


Son anárquicas (más en el caso de un conflicto, menos en el de una campaña electoral aunque se puede decir que ésta es anárquica dentro de un marco más reducido de acción – p.ej., no puedes asesinar a los rivales) y, sobretodo, hincapié hago, en ambas, en guerras y en campañas políticas, careces de información sobre el contrincante.


Esto último es lo más interesante.


Y es que no sabes qué está haciendo el otro. Nunca sabes a ciencia cierta qué tienes que hacer para ganar porque dependes de lo que esté haciendo tu contrincante. Y en la mayoría de las situaciones no lo vas a saber (a no ser que tengas espías en la otra campaña o quintacolumnistas en el otro bando – por cierto, nosotros tenemos un espía. Ya lo contaré luego).


En una guerra gana el que menos duerme, el que dispara una bala más, el que aprieta los dientes un instante más, el que resiste un poco mejor el frío, ceteris paribus, por supuesto. En una campaña electoral gana el que coge el teléfono y hace otra llamada de teléfono (persuassion call) en el último segundo, el que sale a pedir el voto un día más que su contrincante, el que estruja de manera más eficiente los 120,000 dólares de que dispone, el que consigue reclutar un voluntario más que hace las últimas 10 llamadas de la campaña que convencen a 7 de esos 10 a salir a votar y hace que el ajustado resultado pase de 3 en contra a 4 a favor.


Call Time at the Campaign Office


En ambas situaciones el no saber qué está haciendo el otro, qué va a hacer, es una migraña continua. Esa ausencia de información hace que ambos jugadores se dejen la piel hasta el último minuto, que no haya límite en la acción. Y así acabamos en las campañas, trabajando 20 horas al día en las últimas tres semanas porque es omnipresente la sensación de que si no hacemos lo que estamos haciendo (por muy inútil que pueda parecer a un tercer espectador), perdemos, que si paramos por un instante la derrota será ominosa. Y ante la duda, vuelves a marcar el número de un votante al que no has contactado todavía, el número de un líder de la comunidad que tiene buena reputación y que aún apoyando tu causa todavía no se ha manifestado públicamente e intentas convencerlo a las 12 de la noche del día antes de la elección de que sí, de que te vote y de que mande un email en los estertores de la campaña a su lista de contactos diciendo que él apoya a tu candidata y que espera que sus amigos, sus conocidos, sus contactos hagan lo propio. Y mientras sufrimos ese terrible dolor de cabeza provocado por el no dormir y por el estrujarse el cerebro tratando de adivinar cómo el otro está, deseamos pérfidamente en silencio que ese otro no pueda aguantar, que sea él el primero en bajar los brazos.


Esa sensación es… embriagadora.


De pequeño siempre quise estar en una guerra. Geográfica y temporalmente, lo más cerca que he estado fue durante mi visita al norte de Uganda y a la frontera con Sudán. Pero en lo que se refiere a esa sensación de no saber dónde está el fin, de no saber cuándo parar, de actuar sin descanso porque se desconoce dónde está la meta, dicha sensación, digo, puede ser experimentada en la locura diaria de una campaña.


Sorensen, el speechwriter de Kennedy plasma esta idea mucho mejor que yo en la siguiente frase de su biografía del presidente y en la que se refiere al proceso interminable de primarias demócratas del año 1960:

“He had just a little more courage … stamina, wisdom and character than any of the rest of the candidates.”



Ese “a little bit more” es el que marca la diferencia.

3 comentarios:

  1. Comunicación emocional y un argumento. La llamada al otro conviene que sume a la ética la expresión de la emoción propia y la el contexto emocional del otro. Donde no llega un dato objetivo y un argumento llega una emoción. Son las emociones positivas las que proporcionan los votos necesarios para sustanciar una mayoria. Así que a preparar mensajes emocionales.

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  2. Me parece algo dramático decir que no se cuenta con información sobre qué hará o qué está haciendo el contrincante. Debe haber muchas maneras de investigarlo y es probable que el contrincante lo esté haciendo.

    Dura, sin duda, la frase de "nice guys finish last". No me gusta nada.

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  3. Claro que a todos nos gusta sentirnos vivos, útiles y, en última instancia, victoriosos.
    Por supuesto que creemos en lo que hacemos, en el equipo y en nuestra candidata por encima de todas las cosas, por muy empáticos que pretendamos ser.
    Y somos conscientes de que SIEMPRE se puede hacer una llamada más, convencer a un indeciso o un perezoso, como Schlinder/Neeson siempre pensó podía haber salvado a otro judío del exterminio.

    Todo esto es natural, positivo y necesario.

    Pero de ahí a una observancia laxa de las reglas, a un cierto relativismo moral, a pensar que el fin justifica los medios, y que los preceptos y juicios éticos son maleables, hay un pasito pequeño, pero cualitativo. Fácil pero peligroso. Es el principio de una brillante carrera, y también el principio del fin, la vuelta a la Realpolitik, más que al Realismo.

    Pero ¿dónde está el límite? Cómo situamos la frontera? Puede la euforia cegarnos o los mecanismos internos de alarma funcionan? Quizás materia para una futura entrada?

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